Desde su infancia había conservado la capacidad para esperar
la sorpresa, agazapada ésta en el tumulto de los días, para al final, hacer un
balance positivo de los momentos vividos. Ya hacía años desde la última vez que
estuvieron juntos, compartiendo todo un mundo sólo de los dos, él era su
mentor. Aún le venía a la mente aquella despedida fría e incompleta que los
alejó, haciendo del tiempo y el silencio un desierto. Le sonreía la vida,
saboreaba los últimos días de su luna miel, y acababa de hacer realidad su
sueño de publicar una novela. Todo le recordaba que le debía mucho de esa
felicidad a Mateo, sin él no habría conocido a su mujer, Clara, ni tampoco
reunir el coraje para sacar adelante todo el universo que representaba esa
obra.
Una noche preparó todo lo necesario para una cena en
solitario, y después de la tercera copa de su mejor vino despejó la duda de
hacer una visita a su amigo y hacerle partícipe de su nueva vida. Después de
ese tiempo seguía viéndolo como la mano que estuvo ahí en tantas tormentas.
Antes del amanecer bajó al garaje con lo justo para un viaje que ya había hecho
mentalmente. Al salir a la carretera su coche se incorporó a la oscuridad de la
noche. Circulaba con seguridad, como si transportase algo delicado, frágil,
eran las palabras que unirían dos islas alejadas en el tiempo. Le sorprendió el
amanecer en el camino, y justo entonces pudo saber que ese viaje era la mejor
opción. Tampoco pudo dejar de pensar en todo el camino que sería una sorpresa
para Mateo.
Pasadas unas horas enfiló la calle que llevaba hasta su
destino, y al bajarse del coche se encontró con una casa desangelada, con todas
las persianas cerradas, transmitía una sensación de abandono. Pulsó el timbre
varias veces sin respuesta. Entonces probó en casa de los vecinos, a ver si éstos
podían facilitarle información. En la segunda casa que lo intentó una anciana
le atendió, era agradable pero tenía problemas de audición, y tras una larga
espera a sus preguntas, pudo entender que Mateo había muerto no hace mucho. A lo
que añadió que siempre fue un buen vecino.
De todos los desenlaces que podría haber imaginado ese no
estaba en su cabeza, una enfermedad rápida y cruel había segado otra vida una
vez más, lo que le dejaba un sentimiento de extrañeza enorme. Recuerdos no tan
lejanos llenaban sus pupilas con una energía que hacia mas difícil aceptar la
noticia. En esos momentos, sus pasos no tenían rumbo, eran demasiadas las
impresiones que se agolpaban en su interior para conducir de vuelta a casa, su
mundo se veía expuesto de nuevo al rigor de los hechos. No podía emprender el
regreso sin antes quedar con la hija de su amigo, Sofía.
Pasaron la tarde compartiendo recuerdos de un pasado en
común, experiencias cruciales en su vida, emociones ligadas a la persona que ya
no estaba. En varias ocasiones Sofía hizo hincapié en la estima que su padre
siempre sintió por él, añadiendo que guardaba una carta que debía entregarle,
esa fue la voluntad de su padre.
Nunca pudo imaginar que el destino le reservaría las
palabras de Mateo en esa carta, como lo más cercano a ese encuentro que no
había podido tener lugar tras su viaje. La despedida.
Rodeado del silencio ensimismado del lector entregado, esa
noche descubrió las últimas palabras de la persona que quizá le conocía mejor
que aquellas que le rodeaban. No
tuvo que avanzar mucho en la lectura para saber que esa distancia había estado
poblada de mil gestos, por su parte, para traer cada jornada el recuerdo de su
pupilo, evocando en cada línea la ausencia de un ser querido. En las últimas líneas esperaba que la vida le
reservase la más deseable de las sorpresas, ya que para Mateo conocerle
significó renovar su compromiso con la vida.